Los textos bíblicos son la
primera referencia escrita que existe sobre el toro. Dios hizo el mundo y lo pobló con
infinitas especies, entre ellas, el toro y, por supuesto, el hombre. Uno y otro han
convivido durante siglos e, incluso, antes de las referencias sagradas, las tribus
primitivas significaron la atracción que les producía dicho animal sobre las calizas
rocas de sus cavernas. Misterio negro encabezado de astifinas cuernas que, en la Biblia,
corresponde a los mismos símbolos representados por bueyes, novillos, becerros y vacas.
Antiguamente, el apelativo de buey referenciaba toda la raza bovina. Ahora, el buey ha
sido toro y el toro no ha sido buey. Este designa al animal de trabajo; aquél, al criado
con mimo y regalo, cuyo destino es el sacrificio, bien por el culto a Dios, bien para
manutención del hombre. El bos (buey) representa fortaleza, fiereza y acometividad
violenta, riqueza y opulencia, gratitud, fecundidad, soberbia, alegría y hermosura. Las
citas son abundantes: el Libro de Job contiene a Ron, especie de toro salvaje de "dos
metros de alto" y Basau era el lugar donde se criaban, en ganaderías, los toros más
gordos y bravos.
El simbolismo del buey tenía su mayor expresión en los sacrificios efectuados en los
días festivos marcados por la antigua ley. Pascua, en primavera; Pentecostés, en verano;
y Tabernáculos, en otoño, eran los momentos elegidos para la muerte, entre aclamaciones,
de toros sacrificados a la divina justicia. Sin olvidar que, junto con el león, el
águila y el hombre, el toro es uno de los cuatro animales simbólicos del Apocalipsis,
los más poderosos de la tierra, atributos de San Marcos, San Lucas, San Juan y San Mateo.
Festejos similares a los celebrados por los griegos, quienes sentían predilección por el
toro y, con él, celebraban fiestas en honor de los dioses que, a su vez, recibían
sobrenombres taurinos. En Tesalia, tenían lugar las taurocatapsias (de tauro y de
kataptein, que significa ligar) donde los jinetes corrían tras los toros hasta cansarlos.
Luego, los cogían por las defensas y los derribaban, torciéndoles el cuello. Este fue el
espectáculo - según testimonio del naturalista Plinio - que el emperador romano Julio
César introdujo en el circo romano un siglo antes de la Era Cristiana. Incluso, Rodrigo
Caro afirma en sus "Días geniales o lúdricos" que las diversiones de Tesalia
pasaron a Iberia, por lo que "a los toreadores llamaban tesalos".
Mas, la presencia del toro como significante no ocurre
sólo en la Biblia. El hombre troglodita también encontró en su efigie un destacado
motivo para expresar, en sus pinturas, su forma de vida. En las cavernas del norte
español, de la Aquitania francesa y en el arte cuaternario de Cantabria se conservan los
trazos de bien armados toros. Un mágico intento de cazar animales a través de la
pintura; un modo mágico de aumentar su producción y mutiplicación, pero, sobre todo,
pruebas palpables de la existencia prehístórica del bravío animal y de que ya era
cazado.
Precisamente, en la Edad Cuaternaria, los hielos de la última glaciación empujaron hacia
el templado sur a muchas especies animales que alcanzaron la zona cántábra. Junto a los
rebaños de renos, el elefante lanudo de grandes colmillos retorcidos, el rinoceronte de
tabicada nariz, los caballos y las cabras silvestres, el gran oso, el león y la hiena de
las cavernas llegaron los bisontes, los toros salvajes que constituyeron el origen del
toro bravo español.
Los dibujos de bóvidos en grutas y abrigos se encuentran, por ello, distribuidos por toda
Iberia, destacando los de Asturias (Peña de Candamo, Buxu, Loja, Pindal, Tito Bustillo),
Santander (Altamira, Pasiega, Castillo, Covalanas y Hornos de la Peña), Vizcaya
(Basondo,
Santimamiñe y San Martín), Guipúzcoa (Altxerri y Cestona), Soria (Balonsadero), Cuenca
(Peña del Escrito, Rambla del Enear y Marmalo), Teruel (Prado del Navazo y Callejón del
Plou), Lleida (Cogul), Tarragona (Montsía y Valltorta), Castellón (Remigia), Albacete
(Minateda y Venado), Murcia (Cantos de Arabí y La Pileta) y Cádiz (El Arco).
El uro. Son pruebas de un
antiquísimo culto del toro, como demuestran los testimonios de Diodoro. La figura del
toro salvaje se representa de forma naturalista: marcada corpulencia y fuerza, en especial
los cuernos. A veces, el hombre se encuentra junto a él como cazador. En algunos lugares,
se produce una antropomorfización del toro, pero en Iberia su figura está ligada a la
magia del mundo vegetal, del animal o del humano. De un ser ligado a la tierra, sobre la
que se yergue su figura benéfica, presente en el mundo humano como amigo aristocrático y
familiar, cuyo máximo prestigio nace de su poder generativo.
El arte rupestre se complementa, además, con el hallazgo
de monumentos arqueológicos referentes a la existencia del toro y a su condición de
protagonista en lo que, luego, fue un espectáculo de masas. Ejemplo de ello son la Piedra
de Clunia (estela taurina donde un toro acomete a un hombre armado con un escudo y una
espada), el Vaso Historiado de Liria (en el que, dos o tres siglos antes de Cristo un
cornalón se enfrenta a dos cazadores con sendas mazas) o los conocidos Toros de Guisando.
Los fósiles y los restos prehistóricos también evidencian la presencia del toro en
España miles de años antes de que pudieran traerlo celtas, por el norte; griegos, por el
este; y africanos, por el sur. Así sucede en la santanderina cueva de Pando, los
yacimientos del Pisuerga y del madrileño valle del Manzanares, lugar al que acudían las
reses a beber y donde serían cazados y descuartizados por el hombre.
Los terrenos cuaternarios cuentan con fosilizados restos del uro, la forma primitiva del
bóvido actual. Este toro salvaje del neolítico está considerado como el único
ascendiente de todas las razas actuales y habitaba las tierras de Iberia e Inglaterra,
desde el oeste de Europa hasta China. En unos y otros sitios, sería domesticado para
obtener carne, leche, pieles y fuerza para el trabajo, motivo suficiente para lidiarlos.
Por ello, la caza se convirtió en un combate donde la bravura y la nobleza de la bestia,
la ciega acometividad para la pronta embestida y la ausencia de malicia y astucia para no
ser engañado sugirió al hombre la idea de sortear al animal hasta dominarlo y vencerlo.
El toro primigenio fue un animal feroz que los alemanes llaman auerochs y los germanos y
celtas debieron conocer por la similar voz de auroch (de aur, salvaje; y och, toro). Esta,
en latín, sonaba como el vocablo urus, que Julio César introdujo en su idioma y
correspondía a un cuadrúpedo enorme y muy peligroso. Debió ser, en cualquier caso, muy
distinto de aquéllos cuya cruz se alzaba a casi dos metros de altura. Mas, aún así,
gozaría de dos largos cuernos y de pelo negro en los adultos, castaño oscuro a veces,
con un listón blanco en el espinazo, y más claro en terneras y becerros.
El uro habitó los bosques de la Europa central y nórdica, hasta que desapareció como
especie durante la Baja Edad Media. No obstante, perduraba al principio del siglo XV en
los bosques lituanos, cerca de Prusia, y, aún dos siglos después, en el bosque polaco de
Jaktorowka, al suroeste de Varsovia. Incluso, representaciones de este bos primigenius se
han encontrado entre los ríos Tigris y Eufrates.
El toro español
Como raza propia, el llamado toro español es, básicamente, un auroch o uro más
pequeño, resultado final de su mezcla con determinadas especies llegadas desde
Africa. De
hecho, el toro asiático, venido del norte, mostró bravura sólo en Navarra, consecuencia
de una vida salvaje y apropiada alimentación. Por su parte, el africano ligó bien en sus
cruces con el bravo ganado que ya pastaba en las marismas andaluzas. El resultado de la
mezcla de estas reses con las primeras y con las indígenas del centro de España se
impuso sobre el ganado palurdo característico de las serranías jiennenses y sobre el
morucho de campos castellanos.
La traslación de
éstos últimos hacia ramificaciones navarras ofreció el antiguo toro castellano, de ya
olvidada existencia. Al igual que, en la actualidad, el ganado céltico, característico
por sus cuernos verticales y por sus pintas rojas, amarillentas y aleonadas, constituye,
para algunos tratadistas, la raza denominada bos taurus celticus, esparcida por el norte
de España y Portugal.
Ante semejante mezcolanza entre unas y otras razas, no se debe obviar que las pinturas
rupestres indican que el toro existía ya en España antes de la llegada de los celtas,
por lo que esta especie ya sería propia. Igualmente, entre el fiero auroch y los mansos
bóvidos de otras regiones, destaca que el sur penínsular ofreció siempre reses de
bravío temperamento.
Y sólo la evolución del toreo, de la caza al deporte de
caballeros, ha fomentado el posterior desarrollo del toro, desde que, en los inicios del
siglo XVII, se constituyeron, como tales, las primeras ganaderías, encargadas de afinar
la crianza selectiva. Así, cuando comenzó el toreo a pie era fácil deslindar la
geografía del toro y notorias las diferencias entre el navarro, el castellano y el
andaluz, aunque, en todos ellos, se buscara potenciar la fiereza.
Para ello, el despoblado campo proporcionaba enormes extensiones de terreno adehesado para
los toros, cuya crianza no entrañaba ninguna dificultad. Las ganaderías de reses bravas
crecieron desde el siglo XVII e, incluso, algunos datos aislados apuntan a fechas
anteriores. No obstante, el desglose de las reses más bravas, con destino a las corridas,
no se produjo hasta principios del siglo XVIII, época en la que aparecen abundantes
nombres de ganaderos y de lugares de pastoreo.
Las castas
Por ejemplo, en 1606, consta, en Aranjuez, la ganadería del Real Patrimonio y, en
Talavera, en el pago del Soto, la de Francisco Meneses Martínez. En 1618, aparece Juan
Sánchez Jijón. En 1638, destaca Gaspar Valdés, en competencia con la de
Fabiana, tan
popular, que ni siquiera se menciona su apellido. En 1646, se inicia como ganadero Antonio
Madrid Mostacero, de la toledana Consuegra, y un largo etcétera que demuestra la
existencia, ya en el siglo XVII, de definidas ganaderías y distintivos marcados a fuego
con hierro.
Todas ellas han cuidado al toro. Lo han mimado y lo han criado buscando potenciar
determinadas características hasta crear lo que se conoce como castas. Tal término hace
referencia al conjunto o sucesión de individuos de la misma especie, de origen común y
caracteres similares, transmisibles por generación. Cada casta o encaste constituye una
familia o gran variedad de la especie y su distinción se funda en el tipo, conformación,
condiciones de lidia...
Dentro de la especie, las variedades Navarra, castellana y
andaluza presentan las características más peculiares, por lo que podría decirse que
constituyen las castas esenciales. El toro andaluz de piel suave, extremidades cortas,
lomos rectos, poder y nobleza. El toro castellano de pelo más basto, corpulencia y
extremidades largas, mucha cuerna y resistencia. El toro navarro, poco corpulento,
cornicorto y bravo. Sin embargo, Navarra, Castilla y Andalucía tienen tal variedad de
toros como para distinguirlos y clasificarlos como de distinta casta.
Hoy, en términos generales, están bastardeadas aquellas razas que tanta fama dieron a
sus primeros criadores. Perduran la de Vistahermosa y, menos pura, la de Vázquez. Apenas
queda de las de Jijón y Cabrera. Hoy, ya casi no hay diferencia de castas, ni de pintas,
ni de tamaños, ni de encornaduras, ni de poder, ni de tipos y condiciones de lidia. Casi
todos los toros son negros, pequeños, aunque sean finos, pastueños, dóciles. Toros
monótonos de aspecto y de acción, que se prestan y contribuyen al estilo del toreo al
uso.
Los toros de las fotografías pertenecen a
la ganadería de Vitorino Martín en su dehesa de Moraleja (Caceres).
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