martes, 4 de junio de 2013

El gato de mi vecina

El gato de mi vecina


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    Mi vecina Alcira, tiene un gato negro, requetenegro, que cuando lo ven pasear por las calles de San Telmo, más de uno, cruza los dedos contra la mala suerte, no sea cosa que se salga con un martes trece, por su culpa. Rogelio es un felino inquieto, desobediente, travieso y muy pero muy gritón. Suele pegar alaridos y maullidos agudos, agudísimos, cuando algo no está bien. Lo cierto es que Alcira está un poco cansada de sus repentinos arranques de humor y, últimamente, ha decidido reprenderlo con mayor severidad cada vez que haga alguna de las suyas. Así fue que en ocasión de una salida de compras, Rogelio aprovechó para jugar con los ovillos de la canasta de elementos de tejer que ella guarda celosamente. En la misma se pueden ver lanas de diferentes colores, clases y tamaños, ovilladas cuidadosamente. Lo que más le llamó la atención al pequeño gatuno, fue un ovillo, bien redondito, de tamaño justo para sus patas revoltosas. Lo tomó y comenzó a jugar, desarmando y enredando toda la lana, colmándola de nudos en su afán por desarmarla para saber qué contenía en su interior semejante bola peluda. Al regresar Alcira y ver lo que había hecho su gato, se enojó tanto, tanto que decidió encerrarlo en el altillo y luego, con mayor tranquilidad, ovillar  toda la lana. Cuando estuvo nuevamente  listo el ovillo, lo envolvió dentro de una media para que el gato no pudiera desarmarlo.
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    No había pasado mucho tiempo cuando de pronto Rogelio comenzó a maullar con gran intensidad y un tono por demás de agudo que colmaba la paciencia hasta del más paciente. Tanto gritaba, que José, el señor de enfrente, cruzó a quejarse por tremendo alboroto. Alcira, luego de las consabidas disculpas, prometió que no volvería a suceder  y fue a buscar a Rogelio con la intención de que guardara silencio. Eso sí, le explicó en idioma gatuno para que le entendiera, que debía portarse bien o, de lo contrario, buscaría otro castigo peor, pero Rogelio no podía con su genio y nuevamente estuvo a las andadas. En ocasión de quedar solo en la casa, fue en busca de la canasta de ovillos y grande fue su sorpresa al descubrir la pequeña pelota de trapo, mejor dicho, de media. Sus ojitos se iluminaron ante la sorpresa y tomando la pelota entre sus patas comenzó a jugar, pateando una y otra vez, para un lado y para el otro, con la pata derecha y con la izquierda. En pocos minutos se había transformado en el mejor pateador de pelotas de trapo y tanto se entusiasmó que en un momento pegó una patada tan fuerte, que la pequeña esfera salió volando en dirección a la ventana y, ¡ Crash! , rompió el cristal, en más de cien minúsculos pedacitos. Al regresar Alcira, no podía creer lo que veían sus ojos.
-¡Rogelio!, ¿dónde te metiste? – gritaba desaforadamente en un arranque de nervios y amargura, pero el gato estaba escondido debajo de la chimenea, entre los leños, silencioso y muy asustado pues la voz de su dueña demostraba tamaño enojo y, no era para menos, luego del desastre que había originado al patear la pelota frente a la ventana.
  Alcira juntó todos los vidrios y aguardó a que el animalejo regresara en busca de  comida, sabiendo que no suele estar mucho tiempo sin alimentarse. Eso sí, cuando apareció, esperó a que comiese y luego le colocó el collar de su anterior mascota perruna, una cuerda y  lo ató a la baranda de la escalera.
-¡Ahora sí que te vas a quedar quieto!- dijo más que enojada. El gato no tuvo más remedio que echarse a descansar sobre la alfombra que yacía al pie de los peldaños. Pasó varias horas aburrido allí, sin objetar disgusto ni inquietud, ya que “el horno no estaba para bollos”, como decía mi abuelita. Cuando Alcira preparó sus cosas para salir de compras, él pensó que lo dejaría en libertad pero no fue así. Mi vecina tomó la cuerda y, luego de desprenderla de la baranda de hierro de la escalera, salió junto al gato a la calle. La gente los miraba asombrada, no era usual ver pasear a un gato con correa por la ciudad de Buenos Aires, ni por ninguna otra, claro está.
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    Al llegar a la esquina, esperando cruzar por la senda peatonal, cuando el semáforo habilitara el paso a los peatones, Rogelio vio que en la vereda de enfrente, aguardaba para cruzar un paseador de perros en compañía de varios cachorros que, al verlo, comenzaron a ladrar inquietamente, tal vez creyendo que  la señora traía en su correa una cachorrita negra que se dirigía hacia ellos. El gato temblaba del susto al ver la mirada amenazante de los perritos que, alborotados, tiraban de las correas como queriendo salirse del control del muchacho, para devorarlo. Al pobre Rogelio, con el miedo que tenía, se le pararon los pelos de punta y, más que un gato, parecía un puercoespín. No era para menos, ya que no podía escapar y trepar a los árboles como suelen hacer los gatos cuando se las ven negras, más negras que su cabellera felina.
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     Alcira hacía fuerza para sostener la correa y que Rogelio no escapara, viendo la intención de su mascota por huir desesperadamente ante la ineludible situación, pero como le era casi imposible, optó por tomarlo entre sus brazos y cruzarlo alzado. Al momento de tener habilitado el paso, se dispusieron a hacerlo y ni bien pasó por delante de los perros, desde las alturas, los miró con la vista socarrona y maullando gatunamente como diciendo “aquí voy yo y no pueden alcanzarme”. Una vez que arribaron a la vereda contraria, chilló mucho más fuerte y agudo, como estaba acostumbrado a hacer en ocasiones especiales. Era la primera vez que salía de paseo con correa y quizás sería la última, si Alcira le levantaba el castigo aunque con la condición de que prometiera portarse bien. En eso venía pensando cuando divisó una hermosa gatita gris que merodeaba los canteros de la plaza en busca de alimento. Al verla tan bonita, sintió que su corazón latía a más no poder y emitió un ronroneo frugal para llamar su atención de manera sutil y delicada pero que, a la vez, despertara el interés en ella, quien casi ni se percató de su presencia.
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       Como era un gato vanidoso y orgulloso, arqueó el lomo y volvió a la carga con un maullido provocativo y audaz. La gata respondió al saludo con un arrullo encantador y siguió camino. Rogelio quedó paralizado por su belleza y esta vez se le pararon los pelos de emoción, aunque ahora  no parecía un puercoespín sino más bien un carpincho.
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    De regreso a la casa, se quedó muy tranquilo sobre su almohadón, descansando y por varios días no hizo travesuras. Salía a caminar por los tejados y volvía cansado a echarse nuevamente, casi ni comía. Tan bien se portaba por entonces que Alcira estaba preocupada, ya que volvía de hacer las compras pensando que se encontraría con alguna desagradable sorpresa, y nada. Hasta llegó a imaginar que su querida mascota estaba enfermando o que quizá había sido muy severa con el castigo pues aún le duraba el susto de aquel encuentro con los perros. Lo cierto es que Rogelio pensaba en la gatita gris y sabía que no era oriunda del barrio, nunca antes la había visto y además, en la plaza de San Telmo, hay mucha gente paseando proveniente de otros barrios y hasta de otras ciudades del interior. Tal vez alguien la había olvidado y más tarde regresó a buscarla.
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       Como la situación empeoraba, Alcira llevó a Rogelio a la veterinaria a consultar por si un posible mal estuviera aquejándolo y, grande fue la sorpresa cuando al ingresar al local, en un sector de mascotas para regalar, se hallaba la gatita gris, bella y pomposa, durmiendo dentro de una canasta, con un gran moño rojo  de cinta atado al cuello que decía “Catalina”. Al verla, Rogelio se acercó y la despertó rozándole con el lomo su sedoso pelo. La gata, al descubrir a su lado tal grata compañía, le devolvió el saludo con una caricia bien gatuna. Alcira y el médico veterinario sonrieron pícaramente, comprendiendo que el mal que tenía el gato, era el consabido “mal de amores”. Desde aquel día, Catalina y Rogelio, se volvieron inseparables y, demás está decir que mi vecina Alcira, la llevó a vivir con ellos a la casa. Por ello, desde entonces, el gato se comporta como todo buen caballero, reinando la calma en el barrio, nuevamente.
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   A menudo, en las noches calurosas, salgo a tomar aire al balcón y los veo pasear por la terraza, a la luz de la luna, como dos enamorados. Seguramente, pronto habrá novedades y maullidos de cachorros gatunos, prometo contarles.
Por eso les digo:
               colorín colorado este cuento morrongo no ha culminado.
                                   Claudia Beatriz Felippo

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